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¿Dónde estoy?
Siento mi cuerpo quebrado de cansancio, mi respiración es la de una bestia jadeante tras el intenso esfuerzo de la supervivencia, el sudor recorriéndome y el corazón saltando de mi pecho, sacudido por unas palpitaciones que se aceleran y ralentizan sin ritmo, ni sentido.
Abro los ojos. Poco a poco y ante mí se extiende un lienzo infinito de oscura noche, moteada por incontables puntos de luz. Un zumbido lejano rompe el silencio que me envuelve. La luna parece llena de sí. Converso conmigo y me hago preguntas que no sé contestar… no pasa nada. Sigo en este lugar que desconozco, sin poder apenas moverme. Lo único que puedo hacer es poner mi atención en lo que reciben mis sentidos. Y entonces mi nariz exclama:
-Olor a humo de chimenea, llena de hollín y entregada a una combustión antigua, eterna. Me pica en las fosas. Estornudo, poseído por el espíritu del aire limpio, que va y viene al ritmo de la respiración que me atraviesa. Luego está la fragancia de las distancias insalvables, del caminar hacia delante, de la cabeza bien alta y de los bolsillos llenos de objetos y personas que no sirven, que no dan… nada. También me llegan vientos fugaces de tiempos que pasaron sin gracias ni ambiciones, sin luchas ni condenas.
El monólogo de mi nariz me lleva a mi piel, que recibe el frío contacto de la ausencia de todo, una piel que ha perdido la esperanza de abrazar y fundirse, de llorar con el calor del verano y volverse del revés cuando el termómetro marca la estación en la que el oso dormita en lo más profundo de su caverna. Una piel que me explica su manera de estar en este ahora que parece alargarse sin fin:
-Quisiera desprenderme de tu cuerpo de vez en cuando y salir a pasear con mi amiga, la piel de serpiente, descubrir otros cuerpos que me necesiten más que tú… tú, que ya no sientes ni el frío ni el ardor, la caricia o la lágrima de otros resbalando por tus trampas precisas. No quiero ser más tu abrigo, que te pones y no te quitas. Adiós cuerpo sin alma…
Es suficiente para mí y mí no entender qué sucede. Vuelvo a cerrar los ojos, confundido y aprieto los dientes. Frunzo el ceño, arrugo mi nariz y tenso mi cuerpo, los puños. Me digo:
-¡Despierta!, ¡despierta!, ¡despierta!, ¡despierta de este extraño sueño nocturno!
Temiendo mi desobediencia crónica y la ceguera patológica que me acompañan desde el nacimiento de mi mundo, me amenazo abiertamente y sin testigos:
-Si no me alejas de este cajón encerrado en el lado oculto de esta luna sin sol, te llevaré a la locura de una risa enlatada, del beso sin amor, del que siempre está “como siempre”…
Y la procesión sin rumbo del santo del mucho pensar, continúa recorriendo las calles de mi pueblo, repartiendo su pesada carga de juicio, frustración y fracaso entre sus habitantes, a los que no conozco, extraños como mi familia, como yo mismo para mí.
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